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Buda

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A lo largo de los siglos, se ha representado la imagen de Buda tantas veces que incluso en Occidente su efigie resulta tan familiar como cualquier otro objeto artístico. Solemos verle sentado sobre sus piernas en actitud meditativa, con una protuberancia más o menos saliente en la cúspide del cráneo y un lunar piloso entre las cejas, cubierto por un vaporoso manto sacerdotal y aureolado su rostro por una serenidad y una dulzura entrañables. Hay algo, sin embargo, que sorprende a veces: para ser un asceta que ha renunciado a los placeres del mundo y que conoce a fondo las miserias humanas, en ciertas representaciones parece excesivamente bien alimentado y demasiado satisfecho.

Es creencia común considerar que los santos llevaban una vida eremítica de lucha y sacrificio en busca de la paz interior, y así era, efectivamente, en la India que Buda conoció, unos quinientos años antes de Cristo. La idea de la purificación a través del sufrimiento era usual entre hombres ya maduros o ancianos, horrorizados y confusos ante la perversidad de sus contemporáneos. Con frecuencia, abandonaban a sus familias y se refugiaban en las montañas, cubiertos de harapos y con un cuenco de madera como única posesión, que usaban para mendigar comida. Antes de convertirse en Buda, que significa "el Iluminado", Siddharta Gautama también practicó estas disciplinas corporales abnegadamente, pero no tardó en comprobar que eran inútiles.

Una vida de príncipe

Siddharta Gautama nació probablemente en el año 558 antes de Cristo en Kapilavastu, ciudad amurallada del reino de Sakya situada en la región meridional del Himalaya, en la India. Conocido también con el nombre de Sakyamuni ("el sabio de Sakya"), Siddharta era hijo de Suddhodana, rey de Sakya, y de la reina Maya, que procedía de una poderosa familia del reino. Según la tradición, Siddharta nació en los jardines de Lumbini, cuando su madre se dirigía a visitar a su propia familia. La reina Maya murió a los siete días de haber dado a luz y el recién nacido fue criado por su tía materna Mahaprajapati.

El nacimiento de Buda

Siddharta creció rodeado de lujo: tenía tres palacios, uno de invierno, otro de verano y un tercero para la estación de las lluvias. En ellos disfrutaba de la presencia de numerosas doncellas, bailarinas y músicos; vestía ropa interior de seda y un criado le acompañaba con un parasol. Se le describe como un muchacho de constitución esbelta, muy delicado y con una esmerada educación. De sus años de estudio, posiblemente dirigidos por dos brahamanes, sólo se sabe que asombró a sus maestros por sus rápidos progresos, tanto en letras como en matemáticas. Mucho se ha hablado del carácter sensible de Buda; pero siendo hijo de un rey y aspirante al trono, debió de ser educado también en las artes marciales y en todas aquellas disciplinas necesarias para un monarca. Con todo, el reino de Sakya apenas si era un principado del reino de Kosala, del que dependía.

Siddharta se casó con su prima Yasodhara cuando tenía alrededor de dieciséis años, según algunas fuentes, o diecinueve o acaso más, según otras. En algunas leyendas se dice que la conquistó en una prueba de armas luchando contra varios rivales. Nada se sabe de este matrimonio, excepto que tuvo un hijo llamado Rahula que se convertiría muchos años después en uno de sus principales discípulos. El hecho de tener un hijo varón como continuador de la dinastía le habría facilitado la renuncia a sus derechos y su consagración a la vida religiosa.

La vida de Siddharta transcurría la mayor parte del tiempo en el palacio real, bajo la protección paterna. Según la tradición, durante sus salidas furtivas a la ciudad, en que era acompañado por un cochero, se produjeron los llamados «cuatro encuentros». En cierta ocasión que salía por la puerta oriental del palacio, se encontró con un anciano; en otra ocasión que salió por la puerta meridional, vio a un enfermo; cuando lo hizo por la puerta occidental, vio un cadáver, y otro día, al cruzar la puerta septentrional, se encontró con un religioso mendicante. La vejez, la enfermedad y la muerte indicaban el sufrimiento inherente a la vida humana; el religioso, la necesidad de hallarle un sentido. Ello le llevaría a dejar atrás los muros del palacio en el que se había desarrollado la mayor parte de su vida.

Los cuatro encuentros

A los veintinueve años, Siddharta abandonó a su familia. Lo hizo de noche, montado en su corcel Kanthaka y en compañía de su criado Chantaka. Su meta era Magadha, estado floreciente del sur, donde se estaban produciendo cambios culturales y filosóficos. Es posible que también eligiera ese reino, a unos diez días de camino desde Kapilavastu, para evitar la posibilidad de que su padre exigiera que fuese repatriado. Una vez recorrido parte del camino, se cortó los cabellos, se despojó de sus joyas y aderezos y los entregó a su criado para que, de vuelta a casa, los devolviera a su familia, con el mensaje de que no regresaría hasta haber alcanzado la iluminación. El resto del camino lo hizo como mendicante, práctica, por otra parte, muy bien considerada en la India de la época. También era habitual que hombres ya maduros y con inclinaciones filosóficas se adentraran en el bosque para buscar la verdad. Lo singular fue que él lo hiciera a edad tan temprana.

En busca del sentido

Una vez en Rajagaha, capital de Magadha, el joven mendicante llamó la atención del poderoso rey Bimbisara. El rey, acompañado por su séquito, fue a visitarle al monte Pandava, donde practicaba la meditación y el ascetismo. Según cuenta la tradición, el monarca le ofreció cuantas riquezas deseara a cambio de que aceptara ponerse al mando de sus batallones de elefantes y de sus tropas de élite. Siddharta informó al rey de su origen noble y del propósito de su estancia en Rajagaha. El rey Bimbisara no reiteró la propuesta; le rogó únicamente ser el primero de conocer la verdad alcanzada si llegaba a la iluminación.

Siddharta siguió las enseñanzas de dos maestros de yoga, Alara Kalama y Uddaka Ramaputa. El primero, al que seguían trescientos discípulos, había alcanzado la fase «en que nada existe»; se cree que su ermita estaba en Vaishi. Siddharta alcanzó muy pronto ese mismo estadio y se persuadió de la insuficiencia de estas enseñanzas para liberar a la humanidad de sus sufrimientos. Uddaka Ramaputa tenía seiscientos discípulos y vivía cerca de Rajagaha. Sus enseñanzas tampoco colmaron los afanes de Siddharta.

Partió entonces para Sena, una aldea junto al río Nairanjana, lugar de encuentro de ascetas. Estas prácticas estaban perfectamente reglamentadas: incluían el control de la mente, la suspensión de la respiración, el ayuno total y una dieta muy severa, disciplinas todas ellas penosas y dolorosas. Por los relatos se sabe que Siddharta no se arredró ante su dureza y que, en alguna ocasión, quienes le rodeaban creían que había muerto. En aquellos tiempos los alumnos avanzados practicaban ayunos de hasta dos meses, y se sabe que nueve discípulos de Nigantha Nataputta, fundador del jainismo, se dejaron morir de hambre para alcanzar la liberación final.

Tras años de austeridades y mortificaciones que no le procuraron la iluminación, Siddharta resolvió abandonar el ascetismo, recibiendo, por el paso dado, las críticas de sus cinco compañeros. Para empezar, se bañó en el río Nairanjana para librarse de la suciedad que había acumulado en el curso del largo proceso seguido. Al parecer, se hallaba tan débil que apenas pudo salir del agua. Recobró las fuerzas gracias a la comida que le ofreció una muchacha llamada Sajata. Según diversas leyendas, esta joven era hija del jefe de la aldea de Sena; el alimento que le dio al asceta era una sopa de arroz hervido en leche. Poco tiempo después, ya restablecido, Siddharta alcanzaría la iluminación.

La iluminación

Según todos los indicios, esto habría ocurrido en la ciudad de Gaya, cerca de Sena. Más tarde se llamaría a esta ciudad BodhGaya, y en ella se levantaría un templo en honor de Buda. Siddharta pasaba largas horas de meditación a la sombra de una higuera sagrada que más tarde sería bautizada con el nombre de Bodhi o «Árbol de la Iluminación». Según las leyendas, Gautama se sentó un día bajo la higuera y dijo: "No me moveré de aquí hasta que sepa." El malvado dios Mara, comprendiendo la gravedad y el peligro que encerraba tal desafío, le envió una cascada de tentaciones, la más importante en forma de un trío de libidinosas odaliscas que agitaron histéricamente sus vientres ante la cabeza inclinada de Siddharta; cuando éste levantó sus ojos hacia ellas, el fulgor de su mirada las convirtió en torpes ancianas de repugnante apariencia.

Las tentaciones de Mara

Al caer la noche entró en trance, y la luz acudió en su auxilio, permitiéndole ver con radiante claridad toda la intrincada cadena de las causas y los efectos que regulan la vida, y el camino para alcanzar la salvación y la gloria. En la llamada primera vigilia de la noche le fue otorgado el conocimiento de sus existencias anteriores. En la segunda fue provisto del tercer ojo o visión divina. Al despuntar el alba penetró en el saber omnisciente y el entero sistema de los diez mil mundos quedó iluminado. Despertó embriagado de saber.

Siddharta había comprendido que los sufrimientos humanos están íntimamente ligados a la naturaleza de la existencia, al hecho de nacer, y que para escapar a la rueda de las reencarnaciones era necesario superar la ignorancia y prescindir de pasiones y deseos. La caridad era una forma de desear la salvación de todos los hombres y la de uno mismo.

En los primeros momentos tuvo sus dudas acerca de si debía predicar la verdad que había alcanzado. Su primer sermón tuvo lugar al cabo de un mes en Sarnath, cerca de Benarés, donde residían sus cinco antiguos compañeros. Al parecer, éstos le recibieron muy fríamente, y Siddharta les reprendió por las maneras que tenían de dirigirse a un iluminado. Finalmente, los cinco formaron el núcleo inicial de una secta que, dada la sencillez del nuevo mensaje, creció con rapidez. El discípulo número seis fue Yasa, hijo de un rico comerciante de Benarés; insatisfecho con su vida sensual y de lujos, su vida presentaba cierto paralelismo con la del propio Siddharta. A través de Yasa se convirtió toda su familia.

Predicación de Buda

Cuando consideró que sus discípulos estaban convenientemente preparados, los mandó a predicar la nueva verdad por toda la India. Debían ir solos, y Siddharta regresó a Uruvela. Entre sus seguidores más importantes e influyentes se encontraba el rey Bimbisara, que donó a Buda y a sus seguidores una parcela de tierra (el «Bosque de Bambúes») para que les sirviera de refugio. Sin embargo, los discípulos pasaban la mayor parte del tiempo mendigando y predicando, y sólo regresaban a la finca durante la estación lluviosa.

Buda continuó predicando durante cuarenta y cinco años. Visitó varias veces su ciudad natal y recorrió el valle del Ganges, levantándose cada día al amanecer y recorriendo entre veinticinco y treinta kilómetros por jornada, enseñando generosamente a todos los hombres sin esperar recompensa ni distinción alguna. No era un agitador y jamás fue molestado ni por los brahmanes, a los que se oponía, ni por gobernante alguno. Las gentes, atraídas por su fama y persuadidas de su santidad, salían a recibirle, se agolpaban a su paso y sembraban su camino de flores.

El atentado de Devadatta

Una de las conversiones que más fama le procuró fue la de su primo Devadatta, hombre ambicioso que le detestaba tanto como para urdir un plan que acabara con su vida. Confabulado con unos cuantos secuaces, y sabiendo que Buda atravesaría un desfiladero, se apostó en lo alto del mismo junto a un peñasco medio desprendido; en el momento preciso en que Buda transitaba por debajo, la gran piedra fue movida y cayó con estrépito; se oyeron gritos y se temió por la vida del maestro, pero Buda emergió indemne de la polvareda, con su sonrisa beatífica en los labios.

En los últimos años de su vida, Siddharta sufrió duros reveses. El rey Bimbisara fue destronado por su propio hijo y el trono de los sakyas fue usurpado por Vidudabha, hijo del rey Pasenadi, protector también del budismo. Parece que intentaba retornar a su ciudad natal cuando le sobrevino la muerte. Tenía ochenta y un años de edad y se encontraba muy débil, pero siguió predicando su doctrina hasta los últimos momentos. Por las descripciones hechas de la enfermedad infecciosa que contrajo, se cree que la causa última de su muerte, acaecida en la ciudad de Kusinagara, pudo ser una disentería. Su cuerpo fue incinerado a los siete días de haber fallecido y sus cenizas repartidas entre sus seguidores.

El ascetismo de Buda provenía de las antiguas religiones, pero es evidente que su propósito no era tranquilizar a sus semejantes presentándoles una nueva deidad o renovando ritos anteriores, sino hacer a cada uno consciente de su radical soledad y enseñarle a luchar contra los males de la existencia. Al sustituir las liturgias y sacrificios por la contemplación del mundo, Buda otorgó una importancia suprema a algo muy parecido a la oración individual y privada, valorando por encima de todo la meditación, ensalzando el recogimiento y situando el corazón del hombre en el centro del Universo.

Otra de las causas de su éxito fue, sin duda, su asombrosa tolerancia. No existe ningún dogma budista y, por lo tanto, ningún budista es perseguido por hereje. Al volver la vista atrás, entre siglos preñados de violencia y fanatismo, lo que más sorprende de Buda es el sereno llamamiento que hace a la razón y a la experiencia de cada hombre: "No creas en cualquier cosa porque te enseñen el testimonio escrito de un viejo sabio. No creas en cualquier cosa porque provenga de la autoridad de maestros y sacerdotes. Cualquier cosa que esté de acuerdo con tus propias experiencias y que después de una ardua investigación se manifieste de acuerdo con tu razón, y conduzca a tu propio bien y al de todas las cosas vivientes, acéptala como la verdad y vive de acuerdo a ello."

Fuente