Ateneo de Córdoba. Calle Rodríguez Sánchez, número 7 (Hermandades del Trabajo).
PRÓXIMOS ACTOS DEL ATENEO DE CÓRDOBA
Nueva Junta Junta Directiva del Ateneo de Córdoba
Marzo , 1a.quincena. Conferencia de JUAN ORTIZ VILLALBA. " LA MASONERÍA EN CÓRDOBA ". (Presenta José Luis García Clavero).
Jueves 11 de abril. Conferencia de DESIDERIO VAQUERIZO." LOS ORIGENES DE CÓRDOBA". (Presenta J.L.G.C).
Finales de abril, primera semana de mayo. Proyección del documental "MONTE HORQUERA" de FERNANDO PENCO, galardonado en diversos Festivales internacionales (Italia, India, Holanda etc,)
Lunes 11 de Mayo. Conferencia de MANUEL VACAS." LA GUERRA CIVIL EN EL NORTE DE LA PROVINCIA DE CÓRDOBA.LAS BATALLAS DE POZOBLANCO Y PEÑARROYA- VALSEQUILLO". (Presenta Antonio BARRAGÁN).Todos los actos en la Sede del Ateneo.
CONVOCADOS LOS PREMIOS DEL ATENEO DE CÓRDOBA
XI Premio de Relato Rafael Mir.
XXXIX Premio de Poesía Juan Bernier.
IX Premio Agustín Gómez de Flamenco Ateneo de Córdoba.
Fallo de las Fiambreras de Plata 2023, relación de homenajeados aquí.
¡Ayúdanos! | → | Redacta un buen artículo | Estamos en Facebook. Visítenos |
Monasterio de San Jerónimo de Valparaíso
El monasterio de Valparaíso fue fundado en 1405. El terreno donde se alza, colindante con las ruinas de Medina Azahara, en la sierra cordobesa, recibió este nombre del rey Fernando III, por recordarle el lugar donde había nacido. En la época de la fundación, dichas tierras pertenecían en su mayor parte a Doña Inés Martínez de Pontevedra, quien las donó a los monjes de la recién fundada orden jerónima, para que allí erigiesen su monasterio.
Contenido
La Fundación
La historia de la fundación parece estrechamente vinculada a la de la creación de la propia orden jerónima en la Península Ibérica. En la segunda mitad del siglo XIV, unos anacoretas de diversa procedencia comenzaron a reunirse en los montes de Toledo. Entre ellos figuraba un tal Vasco de Sousa, portugués que había vivido algunos años en la Toscana bajo la dirección espiritual de otro eremita apodado “Tomasucho” de Siena. Se les unió también cierto número de nobles que habían abandonado la corte, como el camarero del rey, Pedro Fernández Pecha, su hermano Alonso, obispo dimisionario de Jaén, o su amigo Fernando Yáñez de Figueroa, canónigo de Toledo y capellán del rey. Pronto contaron con el apoyo del arzobispo de Toledo, don Gome Manrique, que les cedió la iglesia de San Bartolomé de Lupiana. Todos tenían como modelo de vida a San Jerónimo, por los años que éste había pasado en oración y penitencia, primero como eremita en el desierto de Calcis (Siria) y, después, como superior de un cenobio en Belén. Finalmente, decidieron regular su situación canónica, enviando dos delegados, Pedro Fernández Pecha y Pedro Román, a Aviñón a solicitar la aprobación del Papa Gregorio XI. Esta les fue concedida por bula del 15 de octubre de 1373: Salvatori humani generis, que instituyó la orden para los reinos de Castilla, León y Portugal. Los monjes de la nueva orden deberían regirse por la regla de San Agustín, ya que San Jerónimo no había escrito nunca una regla propiamente dicha, pero se llamarían “monjes jerónimos”, en razón de su devoción especial hacia este santo. El papa les indicó incluso la forma del hábito, que debía ser de lana, completamente blanco, con un escapulario y capucha pardos, además de un manto para salir en público “con honestidad”. El mandato del prior duraría tres años, aunque con posibilidad de ser reelegido por otro período igual. También les recomendó el pontífice que tomasen como modelo las normas de los frailes agustinos del convento de Nuestra Señora del Sepulcro, en Florencia, razón por la cual, los delegados jerónimos se trasladaron a ese lugar, donde, después de observar el modo de vida de dichos frailes, redactaron una serie de doce preceptos, conocidos dentro de la orden jerónima como las Reglas de Florencia.
Según la regla de San Agustín, los monasterios eran independientes entre sí y estaban sometidos a la autoridad del obispo. Pronto, sin embargo, decidirían unirse bajo una sola obediencia. En 1414, dos delegados de la orden visitaron al Papa Benedicto XIII (el Papa Luna), en su castillo de Peñíscola, para pedirle la exención de la autoridad episcopal, de manera que la orden quedase sujeta sólo al Romano Pontífice, así como la unión entre todos los monasterios. Mediante la bula Licent Exigente, el papa les concedió lo que pedían. Un año más tarde, se celebró el primer capítulo general, en el Monasterio de Guadalupe, al que asistieron los priores y procuradores de los veinticinco monasterios existentes entonces. Se eligió el primer General de la Orden, Fray Diego de Alcorcón y se comenzaron a redactar las primeras constituciones. El monasterio de San Bartolomé de Lupiana fue reconocido como casa madre y residencia del general y allí se reunirían todos los demás capítulos generales, hasta la extinción de la orden.
Sobre la fundación del monasterio cordobés nos informa el historiador de la Orden, Fray José de Sigüenza, que escribe a finales del siglo XVI, basándose en el relato de un manuscrito que encontró en el monasterio de Lupiana, escrito por un maestro de novicios de San Jerónimo de Valparaíso de Córdoba, llamado Fray Juan de Cabra.
Al parecer, fray Vasco de Sousa había decidido establecer la orden jerónima, recién fundada, en su país natal. Para ello, se hizo acompañar de algunos ermitaños que habían venido con él de Italia, a los que se añadieron algunos castellanos. Según el padre Sigüenza, Fray Vasco “fuese hacia la ribera del mar, y una legua poco más apartada de donde agora está el castillo de Cascaes, hacia la parte del norte, junto a la sierra de Sintra, en un lugar retirado, edificó una ermita en la llanura de un valle que se llama Penalonga, sitio apacible, aparejado para la quietud de la contemplación, de que tenía tan alto gusto el siervo de Dios.” Pero por entonces, Juan I había prohibido a los monasterios de su país poseer bienes propios, lo que les obligaba a vivir exclusivamente de la mendicidad. Esto fue causa, nos cuenta Sigüenza, de que Fray Vasco “viendo la poca comodidad que había en su tierra para que la Orden de San Jerónimo prosperara, puso los ojos en aquella parte que se llama la Bética”. Y añade que lo hizo así porque ésta era la única región de España donde no existía monasterio alguno de la orden, en tanto que ya había o fundaciones en ambas Castillas, Extremadura, Valencia y Cataluña.
El relato de fray José de Sigüenza está adornado con los elementos providencialistas habituales en este tipo de narraciones. Así, dice que Fray Vasco “llamó a dos de sus hijos, que había criado y de quienes se fiaba mucho, y díjoles, no sin alguna revelación que Dios le hubiera hecho: ‘Id, hijos, a la ciudad de Córdoba, en el Andalucía, y decidle al Obispo, de mi parte, que deseo edificar un monasterio de la Orden de San Jerónimo en su obispado, y Nuestro Señor inspirará en él cómo se cumpla Su voluntad’.” Conocemos el nombre de uno de estos discípulos, Fray Lorenzo, así como el del obispo que les recibió, don Fernando González Deza. Al parecer, éste se mostró bien dispuesto y se ofreció a recomendarles ante doña Inés Martínez de Pontevedra, dama devota y poseedora de tres heredades en las proximidades de Córdoba, cualquiera de ellas muy a propósito para la fundación. “Fueron – dice Sigüenza – el Obispo y Fray Lorenzo a casa de Doña Inés, a tiempo que el nieto de ésta, don Pedro de Solier (futuro obispo de Córdoba) estaba tan malo que ninguna esperanza tenía en su vida. La afligida abuela, que amaba al niño en extremo, hallábase, cuando entraron, junto a la cama del enfermo; y entrando los huéspedes por la puerta, entró evidentemente con ellos la salud. Tornó en sí el muchacho, alegró los ojos, que los tenía ya casi vueltos, y antes que saliesen de allí pareció que tenía salud entera…”
La agradecida señora dio a elegir a los solicitantes entre las tres heredades que poseía: dos en la campiña y “la que se levantaba en la ladera de la parte de la sierra, un poco más alto de lo que llaman Córdoba la vieja”. Esta última fue la que eligió fray Lorenzo por parecerle la más apartada y conveniente para la oración.
Rafael Gracia Boix, en su estudio sobre el monasterio de Valparaíso, da credibilidad a la teoría de Manuel Gutiérrez de los Ríos, según la cual, Fray Vasco de Sousa pudiera estar emparentado con Vasco Alfonso de Sousa, caballero de origen portugués, perteneciente a la casa de los marqueses de Guadalcázar, que fue alcalde mayor de Córdoba entre 1377 y 1385 (la inscripción con su nombre aún puede leerse en la capilla que fundó en la catedral de Córdoba). Aunque no pasa de ser una conjetura, es posible que Fray Vasco estuviera en Córdoba a finales del siglo XIV para visitar a su pariente, quedase complacido de la ciudad, y, años después, cuando la prohibición de Juan I, decidiese volver a ella para llevar a cabo la fundación.
Finalmente, el 10 de mayo de 1405 se firmó la escritura por la que doña Inés Martínez de Pontevedra, viuda de don Diego Fernández de Córdoba, Alcaide de los Donceles, y su hijo Martín, otorgaban a Fray Lorenzo, con poderes de Fray Vasco, los bienes necesarios para la fundación del monasterio. En el contrato se estipulaba un plazo de seis meses para que fray Vasco viniese a Córdoba y tomase posesión de los terrenos. Los monjes, por su parte, se comprometían a conceder derecho de sepultura a los descendientes directos de los fundadores en la capilla mayor del monasterio. El 10 de agosto llegaron a Córdoba fray Vasco y el resto de la comunidad fundadora. El día 13, festividad de Santa Clara, el Obispo les acompañó a Valparaíso y bendijo la heredad donde habitaría la orden por espacio de cuatrocientos treinta años.
El linaje de los fundadores
Don Diego Fernández de Córdoba, Alcaide de los Donceles fue hermano menor del señor de Aguilar, Gonzalo Fernández de Córdoba. Se había distinguido en la guerra fratricida entre Pedro I y Enrique II por su valiente defensa de la ciudad de Córdoba frente al ejército de Pedro I y Mohamed V. Enrique II le concedió el título de Señor de Chillón y de la Puebla de Montalbán. Casó con Inés Martínez de Pontevedra, hija de Martín Yáñez, tesorero mayor de Pedro I y hombre de mar a quien el rey había enviado a Sevilla, tras su ofensiva naval contra Aragón, con órdenes de armar una nueva flota. En 1366, cuando el rey abandonaba Sevilla, ante el empuje Trastámara, encomendó a Martín Yáñez el traslado del tesoro por mar, pero el navío fue apresado y Enrique II se hizo a la vez con el tesoro y con la obediencia de Martín Yáñez, que a partir de entonces cambió su fidelidad del lado del rey bastardo.
El hijo de Diego e Inés, Martín Fernández de Córdoba, heredero del señorío de Chillón, aparece nombrado en el acta de donación de terrenos para la fundación del monasterio, como donante de un pedazo de tierra aneja a la donaba por su madre. Dotaba además al monasterio con una suma de doce mil maravedíes. Este personaje casó en primeras nupcias con la señora de Lucena y Espejo, doña María de Argote, de la que tuvo a Diego Fernández de Córdoba, su sucesor en el señorío de Chillón. Al enviudar, contrajo nuevo matrimonio con Beatriz de Solier (posible descendiente de Arnaut de Solier, sobrino de Beltrán Duguesclin y capitán de una compañía de mercenarios franceses), de quien nacieron Alfonso, Alcaide de los Donceles, y Pedro de Solier, obispo de Córdoba y, a la sazón, niño del relato milagroso narrado por Fray José de Sigüenza.
Este Martín Fernández de Córdoba es recordado en la Historia, por haber formado parte, junto a Fernán Pérez de Ayala, el obispo de Cuenca y el obispo de Badajoz, de la delegación enviada por el reino de Castilla al Concilio de Constanza, donde se puso fin al llamado Cisma de Occidente.
El título de Alcaide de los Donceles se mantuvo en esta línea secundaria de la casa de los Fernández de Córdoba. Su portador, a finales del siglo XV, otro Diego Fernández de Córdoba protagonizará algunos de los momentos más brillantes en la historia de la familia: la victoria sobre el rey Boabdil en la batalla de Lucena; la participación en la toma de Málaga; la campaña de Orán; el nombramiento de gobernador y capitán general de Orán; la participación en la anexión de Navarra; el nombramiento de virrey y capitán general de Navarra. Y por último, la concesión del título de Marqués de Comares, en 1512. Don Diego se casó con la hija del Marqués de Villena, doña Juana Pacheco. Ambos fueron siempre grandes benefactores del monasterio. Allí envió don Diego la espada de Boabdil y la de su suegro Aliatar, tras la victoria de Lucena. También hizo donación de la capa del corsario Barbarroja. Y, sobre todo, los marqueses aportaron la mayor parte del dinero necesario para costear el retablo pintado por Alejo Fernández para la iglesia del monasterio.
Los primeros años
Cuando los frailes llegaron a Valparaíso encontraron unas antiguas ermitas, pequeñas viviendas de una sola planta, construidas en fecha incierta. El historiador cordobés José María Rey Díaz afirma que ya San Fernando había impulsado en Valparaíso la creación de un cenobio cisterciense, pero lo cierto es que no hay pruebas que lo acrediten. Una de las ermitas estaba dedicada a Nuestra Señora del Pilar, y otra, a Nuestra Señora de las Angustias. De ésta se dice que estaba situada junto a un monumento a San Rafael (del que no se precisa la época) y se nombra, además, una tercera ermita, a la que se llama “de los Cipreses”.
Según parece, doña Inés tomó muy a pecho el cuidado de la incipiente comunidad, ocupándose de que no les faltase de nada: mobiliario, colchones, mantas, útiles de cocina; enviándoles, incluso, la comida diaria; y todo con tal dedicación y esmero que, en palabras de Sigüenza, “más parecía que casaba alguna hija, según andaba de solícita en darles ajuar.”
Fray Vasco edificó una pequeña iglesia, con un dormitorio anejo, entre las dos albercas, de la que aún se conservan restos. Cuando, posteriormente, se construyó el actual edificio, fue dedicada a lavadero, función que aún conservaba cuando se produjo la exclaustración. Es digno de notarse, por tanto, que las edificaciones de los primeros tiempos se hallaban más próximas al concepto de eremitorio, como agregación de pequeñas viviendas, que al de gran edificio monacal.
En torno a 1600, el padre Sigüenza encontró en la biblioteca de San Jerónimo de Valparaíso un libro que contenía más de ochenta himnos, escritos en una mezcla de italiano y portugués, que, según se dice, fray Vasco había distribuido entre sus monjes, para ayudarles en la contemplación y que son una muestra de cómo la espiritualidad toscana y umbra, de raíces franciscanas, pervivía a principios del siglo XV en el monasterio cordobés. He aquí un ejemplo, en el que, pese a la tosquedad del estilo y la rima, se percibe la intensidad mística:
O bon Iesu, poi che me ai enamorato, Del último stato me dona certanza. Certanza me dona del último stato, Che io non pereza per tal demorare. O non Iesu, tu que sei luce pura, En tercia persona me fa transformare, E fa me stare en perfecta onione Con quanto d’amore sentir alegranza, Del último stato me dona certanza.
Fray Vasco murió a muy avanzada edad (es fama que alcanzó los cien años). En un muro del claustro, junto a la sala capitular, puede verse hoy una lápida de mármol, removida de su emplazamiento original, cuya inscripción indica el lugar donde reposaron los huesos del fundador, en “la primera iglesia que fue entre las dos albercas.”
A su muerte (hacia 1426), fue elegido prior fray Lorenzo, pero éste fue en seguida llamado a Portugal, de donde no volvió. La comunidad escogió entonces a fray Gómez, otro de los monjes que habían acompañado a fray Vasco desde el comienzo. La importancia de fray Gómez debe ser destacada, ya que fue él el verdadero iniciador de la construcción del monasterio con un sentido integrador y unitario, alejado del modelo eremítico de yuxtaposición de pequeñas casas. Después del oficio divino, el animoso prior ocupaba a los monjes en tareas de edificación. En su época se construyeron el refectorio, la cisterna, el dormitorio, las escaleras, y se abrieron las zanjas para la nueva iglesia. Rafael Gracia Boix piensa que esta primitiva iglesia se alzaría en lo que hoy es la sala de reposo, sala De Profundis y gran vestíbulo, cuya altura ocupa las dos últimas plantas, se cubre con cúpula con linterna y presenta una espadaña.
Respecto a la cuestión de la posible utilización masiva de material de acarreo procedente de las ruinas de Medina Azahara para la construcción del monasterio, debe tenerse en cuenta que la dehesa de Córdoba la Vieja (como se conocía el terreno con los restos de la ciudad califal) no les fue donada a los monjes por doña Inés. Sus propietarios eran los canónigos de San Hipólito, merced a la donación efectuada en 1413 por Gonzalo Fernández de Aguilar y su mujer, a fin de que aquéllos “rogasen a Dios por sus ánimas.” En 1458, los canónigos trocaron la dehesa con los jerónimos, a cambio de ocho pares de casas dentro de la ciudad. Otras tierras colindantes, pertenecientes al Cabildo Catedral, también en el terreno de Córdoba la Vieja, habían sido ya compradas por el monasterio en 1456.
Rafael Gracia Boix pone gran empeño en negar que fuesen los jerónimos quienes usasen Medina Azahara como cantera y trata de probarlo con el testimonio de Ambrosio de Morales, quien, ya en el siglo XVI, refiriéndose al abandono de Córdoba la Vieja, que algunos suponían debido a la escasez de agua, desmiente dicha creencia refiriéndose al acueducto que pasaba por dentro de la huerta del monasterio. De él dice “el caño grueso que tiene el mismo monasterio lo lleva a aquella ciudad por conducto de piedra, cuyo principio está agora de pie, y lo demás se ha consumido en las obras del monasterio”. Y más adelante añade que “cuando había que atravesar el acueducto algunos valles, le hicieron hermosos puentes que daban nombre a los valles, llamándoles Val de Puentes: los cuales yo vi antes que para edificios del Monasterio de San Jerónimo, que está allí cerca se deshiciesen.” Según Gracia Boix, si Ambrosio de Morales vio deshacer el cercano acueducto, sería “totalmente absurdo pensar que los monjes comenzaran a extraer sillares de las ruinas de Medina Azahara cuando compraron en 1456 al Cabildo Catedral parte de ella, teniendo mucho más cerca, al alcance de la palanqueta, sin grandes problemas de transporte, una construcción con inmejorables sillares.”
En todo caso, existían una serie de ordenanzas municipales desde principios del siglo XV, autorizando a cualquier vecino a disponer de los sillares de edificios en ruinas. Su texto dice así: “que todas las canterías o canteras que se hallaren o estuvieren cerca de esta ciudad o en su término y donde quiera que estuvieren, así en Realengo como en Señorío, como en heredad de cualquier vecino o donde Dios las echó, todas sean francas y libres a los Pueblos para los edificios y ennoblecimiento de de los pueblos y para su menester.” De ahí que durante mucho tiempo se continuase llamando “piedra franca” a los bloques de caliza, como si correspondieran a un tipo de piedra.
Elementos artísticos
La Iglesia
Los jerónimos nunca crearon un estilo propio característico, como el cluniacense o el cisterciense, sino que fueron tomando el estilo imperante en cada época. De ahí que exista tal variedad de planteamientos arquitectónicos y formas en monasterios correspondientes a períodos diferentes. En gran medida, el monasterio de Valparaíso no obedece a un plan unitario, sino que es fruto de sucesivas ampliaciones y reformas. La portada de la iglesia es de estilo gótico – flamígero. Sobre el arco adintelado de la puerta, un arco apuntado cobija, a modo de frontón, tres hornacinas que en su día albergaron sendas esculturitas que, según se dice, fueron regaladas a Don Antonio Cánovas del Castillo, en cuya colección permanecían en 1902.
En el muro, la disposición de los sillares a soga y tizón y la estereotomía revelan el aprendizaje en la escuela de Medina Azahara. Rafael Gracia Boix sostiene la tesis de que la portada fue desmontada de la iglesia anterior y reaprovechada en la ampliación barroca de la misma, ya que el tamaño de sus sillares no coincide con el de los sillares del muro. Sin embargo, esto parece contradecirlo el hecho de que las bóvedas del sotocoro, a los pies de la iglesia, bien que reconstruidas, correspondan a la época gótica.
El hastial de remate (quizá del siglo XVIII) presenta un ojo de buey que permitiría la ventilación del desván, hoy perdido. Bajo la cornisa hay otro óculo circundado por molduras que daría al coro alto y que pudo estar cubierto con un rosetón calado.
Hay quien considera que la iglesia actual data del siglo XVI, concretamente de 1510, ya que esa fecha fue vista por Ramírez de Arellano en un canecillo lateral del atrio, lo que, de admitirse, apoyaría la tesis de Gracia Boix de que la portada fue reaprovechada de una fachada anterior.
En 1704 se ejecutó la reforma de la iglesia y a ella se deben las pechinas y cúpula sobre el altar mayor. Dicha reforma fue costeada por Fray Pedro de Córdoba, monje profeso en Valparaíso, mediante la dote (llamada “testamento”) que los monjes hacían en el momento de su profesión.
Al interior, los muros de la iglesia conservan parte de su gran zócalo de jaspe rojo, también barroco. La solería estaba formada de losas blancas, rojas y azules. Según afirma Ramírez de Arellano en su libro "Paseos por Córdoba", algunos tableros del zócalo se arrancaron, después de la exclaustración, para hacer los sepulcros de Fernando IV y Alfonso XI en la iglesia de San Hipólito.
El retablo mayor fue realizado por los hermanos Jorge Fernández Alemán (escultor), su hermano Alejo (pintor) y el suegro de éste, Pedro Fernández. Este retablo fue costeado por el primer marqués de Comares. Por otro lado, también el obispo jerónimo Fray Gonzalo de Illescas dejó en su testamento una gran suma destinada a sufragar los gastos del retablo. La imagen de San Jerónimo que lo presidía fue enviada por Antonio Ramírez de Arellano, cuando la exclaustración, a la iglesia parroquial del pueblo Los Zapateros, pedanía de Aguilar de la Frontera. Algunos creen que pudiera tratarse de la que actualmente preside el retablo del convento de Santa Marta.
En 1465, un jurado de la collación de Santa Marina donó 28.000 maravedíes para la obra de la iglesia del monasterio “que agora nuevamente se face”. Es interesante este documento porque entre los testigos de esta donación figuran Juan López, cantero, hijo de Lope de Ibarra, y Juan de Safant, cantero, natural de Barcelona, “estantes en dicho monasterio”, que debieron trabajar en la iglesia. Es éste un dato a favor de la influencia de canteros vascos y catalanes en la obra de San Jerónimo. Esto no sería extraño, teniendo en cuenta que los capítulos generales ofrecían una excelente oportunidad para que los distintos priores conociesen las obras que se llevaban a cabo en otros monasterios y para el intercambio de influencias, planos y maestros canteros.
Según Mª Angeles Jordano, hay que relacionar la planta de la iglesia de San Jerónimo con la del convento de Santa Marta – de jerónimas – fechada entre fines del siglo XV y principios del XVI, y con la del antiguo hospital de San Sebastián, construido en la primera mitad del XVI. Tienen en común el constar de presbiterio cuadrangular, una sola nave, coro y sotocoro. Incluso en el alzado presentan rasgos comunes, como es el tipo de portada o las bóvedas que cubren el sotocoro, aunque siempre el caso de San Jerónimo es el más temprano. Finalmente, cabe establecer la comparación entre la tribuna para asistir a los oficios religiosos del hospital y del monasterio. De todo lo anterior se deduce que canteros relacionados con Gonzalo Rodríguez pudieron estar trabajando en estas obras, ya que hay constancia documental de la estancia del padre de Hernán Ruiz I en Santa Marta, así como de la relación de su familia y del propio Hernán Ruiz con dicho convento.
El presbiterio estaba cubierto por una bóveda, de la que aún se conservan los arranques de los nervios, que se embutían en los fuertes muros. En el XVIII se construyó la cúpula sobre pechinas que ha llegado hasta nuestros días.
En el muro testero del presbiterio hay un vano en forma de arco apuntado y en derrame, mediante sucesivos baquetones que forman la arquivolta y cuyos apoyos son columnillas, sobre basas semejantes a las de las puertas de la sala capitular y celda prioral, es decir, propias de la segunda mitad del siglo XV. Este tipo de vano, aunque de mayor luz, se ve en la nave que precede a la capilla de Villaviciosa en la catedral cordobesa, construcción de la citada época. El vano de San Jerónimo se distingue de este otro porque es adintelado y entre el dintel y el arco hay una tracería ciega lobulada.
La tribuna presenta una tracería formada por tetralóbulos inscritos en círculos. Se puede relacionar con la de la iglesia del hospital de San Sebastián, aunque ésta es más tardía, de principios del XVI.
El aparejo del testero se dispone a soga y tizón, mientras que el de la fachada lo hace a soga y dos tizones, pero eso no implica que correspondan a épocas distintas (como sugiere Gracia Boix), sino que, al ser comenzada la iglesia por la cabecera, dio tiempo a que la portada fuera levantada por distintas manos.
Capillas
A ambos lados de la nave se abren cuatro capillas, reformadas en época barroca, cuando sus bóvedas fueron desmontadas y reemplazadas por otras de arista. En las del lado de la epístola se pueden ver los arranques de los arcos formeros apuntados.De este lado, la capilla de San Jerónimo era la más cercana al presbiterio. Además de la escultura del santo, en plomo, tenía un cuadro con la imagen de Nuestra Señora de Belén, pintado por Palomino.
Enfrente se hallaba la capilla de la Santa Espina, con el relicario que actualmente se conserva en el convento del Císter.
Contigua a ésta estaba la capilla de San Juan Bautista, con una escultura de este santo y dos pinturas traídas de Roma.
La capilla contigua a la de San Jerónimo, en el lado de la epístola, era la de la Virgen del Rayo, así llamada porque un sábado de junio de 1631, mientras los monjes cantaban las letanías, un rayo cayó en la torre y pasó hasta alcanzar la imagen de la Virgen de la Antigua pintada en la pared. En recuerdo de este hecho se institutyó una misa anual de acción de gracias, la de Sancta Maria in Sabato).
El órgano y la sillería
A la iglesia se la dotó de un órgano fabricado en Granada en 1552, que fue sustituido por otro en 1830. El campanario original, en mal estado, fue sustituido en 1554. De esta torre está documentado que “se edificó junto al órgano” adquirido en 1552, lo que nos lleva a la conclusión de que éste se hallaba sobre la capilla dedicada a Nuestra Señora de la Antigua, que posteriormente se llamó del Rayo, o bien, saliendo por la puerta de la torre al coro, por la planta alta a la izquierda.
Largo tiempo duró esta torre hasta que en 1631 le cayó el rayo, por lo que sería reformada y consolidada cuando se amplió la iglesia en 1704.
Las sillerías del coro debieron ser suntuosísimas, a juzgar por la noticia que nos da Enrique Redel de que en 1864, el Marqués de Cariñena donó tres sillones al santuario de Nuestra Señora de Linares, procedentes de Valparaíso, que fueron vendidos luego en 1.500 pesetas. En el siglo XVI, el obispo dominico, don Juan Alvarez de Toledo costeó una sillería nueva, en sustitución de la antigua, que hizo llevar al convento de San Pablo.
Nobles enterrados en la iglesia
Desde la fundación podían hacerlo todos los Alcaides de los Donceles (después marqueses de Comares) que así lo desearan. Los dos parientes enfrentados en vida, el obispo Don Pedro de Solier y don Alonso de Aguilar, (hermano mayor del Gran Capitán), estuvieron enterrados en el presbiterio de la iglesia, en lugar preferente, hasta la exclaustración, cuando las tumbas fueron profanadas.
El Claustro
El claustro está en su posición normal, según Chueca Goitia, “al costado de la epístola, es decir, al mediodía, lo que permite un mejor soleamiento”. Tiene cinco vanos a cada lado. Los del claustro bajo presentan arcos de ojivas equiláteras, que se inician sin capitel. El claustro superior, con arcos de medio punto, presenta un antepecho calado flamígero, con trifolios y arcos conopiales.
Los contrafuertes que separan los vanos tienen su origen en el arte cisterciense. En lo alto están cortados en chaflán, coronados por dados, sobre los que, en su día, lucirían vistosas gárgolas metálicas.
En el lado Este del claustro hay cuatro capillas. La más próxima a la entrada de la sacristía estaba decorada con delicados azulejos. La siguiente sirvió de enterramiento al padre de Ambrosio de Morales, el doctor Antonio García de Morales. Los monjes dieron esta distinción póstuma al que toda la vida fuera desinteresado médico de los frailes de Valparaíso. En el lateral izquierdo de la capilla, en el exterior, hay dos losas de mármol, una encima de otra, que tienen grabadas una copia del epitafio en latín que le compuso su hijo Ambrosio de Morales (los originales se llevaron al Museo Arqueológico). Los altares de esta capilla han sido reconstruidos. Esta es la traducción del epitafio: “Antonio de Morales, cordobés de limpio y probado linaje, que fue doctor preeminente en Medicina, a quien lloraron los pobres, por quien se lamentaron los ilustres y con ellos toda la Bética. Murió en el año de la Salvación de 1535 a la edad de sesenta y seis años”. “Esta piedra, padre amado, un hijo te consagra porque, oscura, tu despojo mortal la tierra ciega, no entre sus sombras para siempre encubra. No pudo darte más piedad doliente de quien tan inferior en mérito te fuera.”
En el lado Oeste está la puerta de acceso a un gran salón cuya función se desconoce, pero que bien pudiera tratarse de la biblioteca, según la ubicación que se le señala en el registro efectuado durante la exclaustración. Al fondo, la entrada a la iglesia bajo la torre.
Quedan restos del pavimento de losetas de barro cocido con olambrillas de cerámica.
En el lado Sur del claustro se abren puertas a la sala capitular y a la celda del Prior, donde Mateo Inurria, acompañado de Ramírez de Arellano, realizó el vaciado de los cuatro padres de la Iglesia que sirven de ménsulas.
El claustro superior tiene arcos de medio punto que indican una fecha de construcción posterior a los inferiores. Su cubierta primitiva, tal vez de madera, fue sustituida en el barroco por bóvedas de aristas. En el lado Norte está la puerta de acceso al archivo del monasterio. En el claustro superior está también la entrada al coro alto. En torno al claustro alto se disponen las celdas individuales. El dormitorio corrido de los novicios estaba encima de las cocinas y la despensa.
En relación a la cronología del claustro, los elementos arquitectónicos sitúan su realización a fines del siglo XV. Si bien en el piso inferior se encuentra la siguiente inscripción: FECIT HOC OPUS F. FERNANDO A CORDOBA PRIOR, ANNO DOMINI 1583, esta fecha pudiera hacer referencia a las pinturas que decoraban los muros, hoy prácticamente desaparecidas.
La Sala Capitular
Su portada al claustro está constituida por un arco trilobulado, encuadrado por otro apuntado, en relación con el tipo toledano, sobre todo de San Juan de los Reyes.
Presenta una sola nave cubierta por cinco tramos de bóveda de crucería gótica, con clave y espinazo de influencia burgalesa, el cual tuvo gran difusión en las primeras iglesias medievales cordobesas.
Los nervios de las bóvedas y los fajones presentan idéntico perfil a los del claustro y algo más sencillo es el de los formeros, constituidos de un simple baquetón. Las ménsulas, de tipo toledano, se forman por una serie de molduras circulares en degradación, sobre las que apoya la cesta, decorada en todas ellas, con ligerísimas variaciones, con un tallo vegetal que se enrosca y deja hueco el interior, con lo cual se acentúa el efecto del claroscuro. Hay ménsulas muy parecidas a éstas en el hospital de San Sebastián.
Seguramente los muros estarían revestidos con un zócalo de azulejos y un asiento de fábrica corrido. En el fondo había un altar construido en el siglo XVII. En el siglo XX se le han practicado unos vanos en ojiva para unir esta sala con las dos celdas contiguas, una de ellas la prioral.
La Celda Prioral
Es una sala de planta rectangular, próxima a la sala capitular, de la que queda separada por otra celda. Originalmente, las tres estancias eran independientes. Las dos celdas están cubiertas por dos tramos de bóvedas semejantes a las de la sala capitular, aunque el perfil de los nervios es diferente.
En la celda prioral, todos los elementos de las bóvedas fueron policromados, aunque los colores han sido restaurados. Se sabe que la decoración pictórica existió desde un principio porque en las bóvedas de la celda contigua quedan restos de policromía.
Las ménsulas de la celda prioral son figuradas y representan a los cuatro padres de la iglesia (San Jerónimo, San Ambrosio, San Agustín y San Gregorio). Una copia del San Ambrosio fue realizada por Mateo Inurria para el sotocoro de la iglesia de San Pablo, de cuya restauración fue encargado. En la celda contigua los nervios apean sobre ménsulas decoradas con cardinas. Apoyan sobre una pequeña peana que recuerda la forma de una concha. La cesta se remata con un ábaco en forma de corona, característico del siglo XV, con perlitas. Un tipo similar se encuentra en la iglesia conventual de Santa Marta, en la del antiguo Hospital de San Sebastián y en San Hipólito.
En general, el estilo es más cuidado y refinado en la talla y composición de las ménsulas de las celdas que en las del capítulo. La portada de la celda prioral tiene la misma estructura por el haz y por el envés. Se compone de un arco apuntado en las que figuran inscripciones en latín. Los baquetones apean en columnillas adosadas, con capiteles de tema vegetal. Cada columna tiene su basa y zócalo correspondientes (característico a partir de la segunda mitad del siglo XV) los cuales, a su vez, descansan sobre un plinto circular, común a todas ellas.
La Sala De Profundis
Está entre la celda prioral y el refectorio. Tiene planta rectangular. Ha sido completamente reformada, aunque queda la portada, que se compone de un arco apuntado semejante al de la celda prioral. El nombre de esta sala procede de la costumbre de detenerse en ella los monjes, cuando se dirigían al refectorio para la comida del medio día y la cena, y rezar todos juntos el salmo 129 (De profundis Clamavi) por el eterno descanso de los hermanos difuntos.
El Refectorio
Ha sido también muy reconstruido. Se sabe que en 1527, Fray Alonso de Santiago, al tiempo de profesar, donó diez mil maravedíes para que se pintase la Santa Cena al fresco en el Refectorio. En su lugar puede verse hoy un gran cuadro de Juan de Peñalosa sobre el mismo tema, copia, más bien mediocre, de un original de Céspedes. Toda la sala se cubre con una bóveda rebajada del siglo XVIII que, según Chueca Goitia, es de tradición jerónima.
Comunica esta pieza con un corredor (cañuto) que separa el refectorio de la cocina, despensa, gallinero, horno de pan, tahona,…
Patio de los Novicios
Hoy se accede al edificio por el lugar que ocupaba la antigua hospedería, de dos plantas, de la que ya no queda nada. A continuación hay un claustro nuevo, del siglo XVIII, a cuyo alrededor se distribuyen celdas y en cuya fuente se conserva una copia del cervatillo de Medina Azahara, en el lugar que ocupó hasta la desamortización. En la entrada a este claustro (correspondiente a la ampliación dieciochesca del monasterio) estaban las caballerizas, el pajar, el matadero y las cocheras.
La Fachada Sur
La fachada Sur, la principal del monasterio, se articula con grandes contrafuertes conectados con arcos que forman amplias terrazas para las celdas y otros espacios, como la sala capitular y el refectorio. Se trata de una solución de apariencia muy estética a lo que, funcionalmente, es un muro de contención o de refuerzo. Se debió construir en el siglo XVI y recuerda tanto a la fachada Sur de la Mezquita como al gran muro de la basílica de San Francisco en Asís.
La Torre
En 1554 la comunidad de monjes decidió sustituir el anterior campanario gótico por una nueva torre. Se encargó el trabajo al maestro cantero Cristóbal Guerra, que en su diseño siguió claramente las trazas que por esas mismas fechas había dado Hernán Ruiz, el Joven, para la torre de la iglesia de San Lorenzo. Los paralelismos entre ambas torres son evidentes, no sólo en la estructura de dos cuerpos, con el superior girado en ángulo de cuarenta y cinco grados, sino en el diseño de los arcos del cuerpo principal, que sólo se diferencian por ser dobles en el caso de San Lorenzo. La cubierta del cuerpo superior se realiza con un chapitel piramidal, forrado de azulejos, muy parecido al que remata la torre de San Andrés, también directamente inspirada en las trazas de Hernán Ruiz para San Lorenzo. Como se ha dicho, en 1631 un rayo cayó en la torre, por donde entró en la iglesia y fue a dar en la capilla dedicada a Nuestra Señora de la Antigua, llamada desde entonces la Virgen del Rayo. Es de suponer que la torre fuese restaurada y consolidada durante la reforma barroca de la iglesia en 1704.
Principales Bienhechores del Monasterio
Juan II, Enrique IV, los Reyes Católicos y los primeros Austrias. Juan II emitió una Real Cédula en 1440, por la que “recibe bajo su real pabellón y les da protección, guarda y seguro al Real Monasterio, a todos sus criados, paniaguados, arrendadores, de tal suerte que, cualquier agravio que se le hiciere a sus Reverendísimas, o a sus criados o familiares o arrendadores por cualquier persona, fuera o no de gran autoridad, fuesen castigados los delincuentes, como si agraviasen a su real persona.” La reina Isabel refrendaría este privilegio.
Enrique IV concedió el importantísimo privilegio por el que derogaba, para este monasterio, la ley dada por Fernando III en 1241, según la cual los monasterios no podían heredar bienes raíces. Por dicho privilegio, Enrique IV les facultaba para que admitieran todo cuanto los fieles les pudieran donar mediante testamentos o escrituras.
Los Reyes Católicos les eximen de pagar derecho alguno con la sola condición de que rogasen a Dios por el alma de Juan II y Enrique IV y por los progresos de la Corona.
La Reina Isabel y el Rey Fernando residieron periódicamente en el monasterio durante los años 1478-79, mientras se ocupaban de la conquista del reino nazarí. Dicen las crónicas que la reina trataba a los frailes de “hermanos y con tanta familiaridad y cariño que causaba asombro”. Las joyas donadas por las iglesias del Obispado de Jaén y Córdoba para sufragar los gastos de la guerra se depositaron en el monasterio, y la reina regaló el sobrante a los monjes.
Felipe II revalidó todos los privilegios anteriores y concedió 6.000 maravedíes anuales sobre la renta de los paños. También pasó en el monasterio de Valparaíso la Semana Santa de 1570, cuando se convocaron cortes en Córdoba y el rey estaba ocupado con el levantamiento de la Alpujarra
En 1535, le reina Juana había enviado una cédula a los monjes suplicando sus oraciones por el éxito de la empresa de su hijo Carlos, que se embarcaba en Barcelona para combatir al corsario Barbarroja, que se había apoderado de Túnez.
Los mayores bienhechores fueron Doña Inés Martínez de Pontevedra, su hijo Don Martín Fernández y los obispos Don Fernando González Deza y Don Pedro Fernández de córdoba y Solier. Este último legó una gran biblioteca. Otro obispo de Córdoba, el dominico Juan Alvarez de Toledo, hijo del segundo duque de Alba, mandó hacer a su costa la sillería del coro, remitiendo la antigua, ya algo deteriorada, al convento de San Pablo.
El papa Paulo III concedió una bula de gracia e indulgencia para quienes colaborasen a las obras del monasterio.
Diego Fernández de Córdoba, primer marqués de Comares, fue el donante del retablo pintado por Alejo Fernández y asistió, junto a su mujer, a su inauguración, el 19 de abril de 1509.
Algunos datos curiosos
En la Catedral se conservan códices ejecutados en el siglo XVII por Fray Sebastián de San Jerónimo. También hay códices de San Jerónimo en el monasterio de Santa Marta.
Martín Gómez era un oblato que estaba casado, pero, siendo él y su mujer muy devotos, acordaron que ella profesase en Santa Inés y él en San Jerónimo, donde, por su santidad, los frailes le concedieron la gracia de comer en una mesita aparte, en el mismo refectorio. Un día, mientras visitaba a su esposa en el convento de Santa Inés, le dio una parálisis que le tuvo postrado en el lecho cinco años, hasta que murió.
Entre los profesos nobles estuvo el Marqués de Santaella, que dejó la corte para recluirse en Valparaíso y luego en el Desierto de Belén (Ermitas) en 1780.
Fray Diego de la Serena fue un excelente ebanista que en 1733 hizo unas magníficas puertas de nogal para la iglesia.
Ambrosio de Morales tomó los hábitos el 28 de junio de 1532 y profesó bajo el nombre de Fray Ambrosio de Santa Paula. Exactamente un año después fue cuando se castró, lo que originó su salida del monasterio.
El Padre Sigüenza dice que Gonzalo Fernández de Córdoba, el futuro Gran Capitán, se presentó a tomar los hábitos.
Fray Gonzalo de Illescas fue prior del Monasterio de Guadalupe y después obispo de Córdoba, de 1454 a 1464. Fue confesor del Rey Juan II. Murió en Hornachuelos durante una visita pastoral. En su testamento había estipulado que si se producía su muerte en época de mucho calor, se dejase el cuerpo en el Monasterio de San Jerónimo hasta su posterior traslado a Guadalupe y así se hizo.
Se dice que el Monasterio acogía en la hospedería a todo aquél que allí llegase “a la hora del yantar”, llegando a veces a dar sustento a más de setenta individuos que llegaron a implorarla.
El día de la Virgen del Rayo (17 de junio) se hacía una solemne procesión a las tres de la tarde (hora de la caída del rayo), desde la portería hasta el altar de la Virgen, y luego se celebraba Misa Solemne en el altar mayor.
Juan II concedió a los monjes el privilegio de eximir a tres hombres al servicio del monasterio del deber de ir a la guerra.
Una noticia referida a Fray Juan de Carmona, en 1432, nos dice que sirvió de fraile jerónimo casi cincuenta y cinco años y que era tan humilde que nunca quiso tener celda propia. Prefirió permanecer siempre en el dormitorio de los novicios. Este fraile, además, tenía un pequeño huerto con plantas medicinales y flores en la antigua ermita, llamada del Ciprés.
Enrique IV, en una de sus visitas al monasterio (1469) mandó llamar a Fray Bartolomé el viejo, al que, según el códice, tenía en gran estima, pero éste no le contestó hasta que estuvieron fuera del claustro, pues tenían prohibido hablar estando en él.
Entre los cargos que se renovaban periódicamente, además del de “hebdomadario”, “dormitolero” y otros, estaba también el de “claustrero”, entre cuyos cometidos estaba el de “limpiar la pila blanca y el cervatillo (se refiere al cervatillo de Medina Azahara) muy a menudo, porque – decían – cuanto más de tarde en tarde es más trabajoso de limpiar; con jabón se lavan algunas veces y es bueno porque dura más tiempo sin criar verde.”
En la primera mitad del siglo XV, profesó como lego un judío converso que tomó el nombre de Fray Alonso, apodado en las crónicas como "el Tuerto". Nadie puso reparos a su admisión y durante toda su vida fue cocinero y tañedor de la campana a la hora de maitines. Sin embargo, el ambiente de desconfianza y rechazo social hacia la población conversa fue agudizándose a lo largo del siglo y tuvo también su reflejo en la orden jerónima. En 1486 los jerónimos estableciron un estatuto de limpieza de sangre para impedir el ingreso de conversos. Cuando los Reyes Católicos tuvieron conocimiento de él lo consideraron inadmisible y exigieron su revocación. Aunque los monjes cumplieron el mandato, dejaron constancia en sus actas capitulares de haber sido forzados a ello. Así que, años después, en 1495, recurrieron al papa Alejandro VI, de quien obtuvieron un breve por el que se aprobaba el estatuto de la orden de no admitir conversos. Ya en 1560, Felipe II ordenó a todas las autoridades que colaborasen con los jerónimos en la realización de sus expedientes de limpieza.
El Rey Felipe IV visitó el monasterio, acompañado de su hermano, el infante Don Carlos, y de otros cortesanos, durante su estancia en Córdoba en 1624. Con tal ocasión, se realizaron solemnes sevicios religiosos a los que asistieron el monarca y su séquito.
Algunos años después, el 11 de diciembre de 1668, el monasterio recibió a otro visitante ilustre: el duque Cosme III de Médici, que estaba realizando un famoso viaje, a través de los reinos de España, camino de Santiago de Compostela. En sus diarios de viaje se recoge el deleite que causó al duque y sus cortesanos el privilegiado entorno del monasterio. Así dicen:"Bajo el Convento llena casi todo el espacio hasta la llanura una selva maravillosa de limoneros dulces y naranjos." Terminada la visita, el duque decidió bajar toda la pendiente a pie, disfrutando del templado clima de una jornada que pareció a los italianos "de las más bellas y templadas de abril" y no de un crudo mes de diciembre.
La Biblioteca
Según el inventario de bienes realizado en 1835, con motivo de la exclaustración, la biblioteca se encontraba en la planta baja, en el entorno del claustro. La primera referencia documental a la misma la encontramos en 1417, cuando Juan Alfonso de Baena, autor y recopilador del “Cancionero de Baena”, acudió al monasterio para pedir prestadas al prior (todavía fray Vasco) tres obras de Raimundo Lulio: “Loores de Santa María”, “De Prima Entención” y “Oraciones”.
En la segunda mitad del siglo XV, sus fondos se incrementaron notablemente con la donación efectuada por el obispo don Pedro de Solier, hijo de uno de los fundadores. Donó, según se dice, todos sus libros, entre los cuales destacaba una Biblia “escrita de mano y en pergamino, muy bien historiada, la cual antes que viniesen los libros de molde decían que valía treinta mil maravedíes.”
Otra importante donación fue la del arcediano de Castro y canónigo de la Catedral de Córdoba, Rodrigo Méndez de Morales, que ingresó como novicio en 1495, aportando “cien volúmenes de libros de molde”. Según Nieto Cumplido, esta cantidad de incunables colocó a la biblioteca de San Jerónimo por delante de todas las cordobesas en cuanto a número de libros impresos antes de 1500. En el inventario de la colección figuraban las “Sentencias” de Pedro Lombardo”, la “Suma Teológica” y otras obras de Santo Tomás de Aquino, así como obras de Aristóteles, Séneca, el “Flos Sanctorum” de Jacobo de Vorágine y los “Sermones” de San Vicente Ferrer.
En 1598, el conde de Prades, Luis Fernández de Córdoba y Aragón, hijo del tercer marqués de Comares, legó su biblioteca en testamento al monasterio. Constaba de doscientos veintidós volúmenes en romance y algunos pocos en latín. Su inventario pone de manifiesto el gusto del conde por la Antigüedad clásica, especialmente Homero, Jenofonte, Cicerón, Lucano, Ovidio y Virgilio. Incluía además la historia de las guerras de Roma, de Apiano Alejandrino, vidas de griegos y romanos, de Guillaume Du Choul, y los Diez Libros de Arquitectura de Vitruvio.
En su estudio sobre el monasterio, publicado en 1973, Rafael Gracia Boix afirma que, de toda esta riqueza bibliográfica, sólo pudo encontrar seis libros en la Biblioteca Provincial, iniciada, como es sabido, con los libros procedentes de los conventos exclaustrados. Se conservan también algunos de los bellísimos cantorales cuya producción fue siempre una de las actividades más destacadas del Scriptorium de San Jerónimo. Dos están en el convento de Santa Marta; y otros dos, en la Catedral, debidos a la mano de Fray Sebastián de San Jerónimo.
Tesoros
Varios Zurbaranes, del Castillo, Palominos, así como el retablo pintado por Alejo Fernández.
Cervatillo de Medina Azahara. Los monjes encontraron dos, uno se envió a Guadalupe y el otro se instaló en San Jerónimo. Este es el que se encuentra hoy en el Museo Arqueológico. Se cree que Abderramán III lo había colocado en la fuente regalada por el Emperador Constantino VII Porfirogénito.
Campana del Abad Sansón (875). Ambrosio de Morales dice que, siendo pequeño, vio cómo la sacaban de un pozo en la aldea de Trassierra.
Reliquia de la Santa Espina (hoy en el Císter de Córdoba).
Una arqueta de marfil con incrustaciones de ébano, conteniendo un peine, también de marfil, que perteneció a la reina Isabel, la Católica. La reina debió regalarlo a los monjes en recuerdo de alguna de sus estancias. Aparece descrito en la crónica del viaje de Cosme de Médici, al que los monjes lo mostraron entre sus demás tesoros.
Una espada que perteneció al rey Boabdil de Granada. Boabdil fue preso en la Batalla del Arroyo de Martín González, en las cercanías de Lucena (donde era alcaide Diego Fernández de Córdoba), y conducido al castillo de Porcuna. En esta batalla murió su suegro, el famoso caudillo Aliatar, a los ochenta y dos años de edad. La espada del rey fue a parar a manos del señor de Palma, don Luis de Portocarrero, quien la donó al monasterio. Puede que sea la que hoy se exhibe en el Museo del Ejército en Madrid. También se conservaban en el monasterio las armas del Gran Capitán.
Una capa del Corsario Barbarroja, Rey de Argel, enviada por el Marqués de Comares al Monasterio para hacer una capa de coro.
La Exclaustración
Dispersión de libros y obras de arte
Tras la orden de abolición de conventos y monasterios, promulgada en junio de 1835, se dictaron normas complementarias por las que archivos, bibliotecas, obras de escultura, pintura y enseres que hubiera en dichas casas, que pudieran ser útiles a las Ciencias y a las Arte, quedaban al margen del pago de la deuda pública.
Los libros, pinturas y esculturas quedaron en depósito en el monasterio, a la espera de que se constituyera la “Comisión de Ciencias y Arte”, que había de decidir su destino. Las alhajas, vasos sagrados y ornamentos del monasterio fueron requisados inmediatamente. El entonces párroco de San Nicolás, don Juan Ceballos, se hizo cargo de ellos, sin que hoy queden noticias de la suerte que corrieron ni de su actual paradero.
Los miembros de la Comisión fueron don Ramón de Aguilar y Fernández de Córdoba; don Luis Mª Ramírez de las Casas Deza y el pintor de Cámara de S.M. (después director del Museo), don Diego de Monroy y Aguilera, quienes solicitaron al Gobernador Civil que les fuera cedida “la Biblioteca del Convento de San Pablo con el salón encima de ella y las celdas adyacentes, para reunir allí los libros de los demás conventos y constituir una Biblioteca Pública.” Como se ha dicho, don Rafael Gracia Boix pudo localizar sólo seis volúmenes procedentes de la biblioteca de San Jerónimo, que en 1973 aún se hallaban entre los fondos de la Biblioteca Provincial, aparte de los cuatro cantorales repartidos entre la Catedral y el convento de Santa Marta.
En cuanto a las esculturas, se piensa que el San Jerónimo que actualmente preside el retablo de Santa Marta pudiera proceder de Valparaíso. Sabemos que el retablo labrado por el escultor Jorge Fernández Alemán, que alojaba las pinturas de su hermano, el insigne Alejo Fernández, estaba también presidido por un San Jerónimo, que don Antonio Ramírez de Arellano trató de preservar, enviándolo a la iglesia parroquial del pueblo Los Zapateros, pedanía de Aguilar de la Frontera. Como no se ha conseguido aclarar el actual paradero del mismo, algunos piensan que pudiera tratarse del que hoy preside el retablo de Santa Marta. Don Rafael Gracia Boix consultó a la comunidad de jerónimas, pero las RR.MM. sólo supieron decirle que anteriormente lo tenía el historiador cordobés don Enrique Romero de Torres, exhibiéndolo en el Museo de Bellas Artes, y que les fue entregado por las autoridades competentes con la condición de que estuviera siempre expuesto a la contemplación de fieles y visitantes.
Mayor misterio aún lo constituye el destino de los cuadros. Ni una de las tablas del retablo de Alejo Fernández ha llegado hasta nosotros. De las veinticinco obras pictóricas de primer orden que fueron recogidas y catalogadas por Monroy y Aguilera, ninguna se exhibe actualmente en el Museo de Bellas Artes. Cuando Gracia Boix publicó su monografía se conservaban en los fondos del Museo un San Jerónimo de Zurbarán y una copia realizada por Palomino de otro San Jerónimo de Antonio del Castillo. Actualmente, entre los cuadros expuestos en el Museo de Bellas la única obra de cierta calidad, procedente de Valparaíso, que podemos señalar es una copia de una Piedad de Van Dyck realizada por fray Juan del Santísimo Sacramento.
En el Museo Arqueológico pueden admirarse el cervatillo de Medina Azahara, que servía de surtidor en la fuente del claustro de novicios y la campana llamada del abad Sansón.
La propiedad del monasterio
Desde el principio se alzaron voces interesadas en la conservación y el aprovechamiento público de los suntuosos edificios expropiados. Una real orden de 1840 establecía que, por medio de las diputaciones provinciales, podía solicitarse del Ministerio de Hacienda la cesión de los edificios de los conventos suprimidos, para establecer en ellos algún servicio de utilidad pública. El Ayuntamiento solicitó la cesión del convento de Trinitarios Descalzos, San Pedro de Alcántara y San Jerónimo, este último para destinarlo a hospital o lazareto. La resolución favorable no llegó hasta 1849 y contemplaba la cesión del uso y la obligación del mantenimiento y reparación de los edificios, aunque reservándose el Estado su propiedad. Estas condiciones no agradaron al Ayuntamiento, que volvió a solicitar la propiedad del edificio para destinarlo a lazareto, dadas las repetidas epidemias de cólera morbo que la población había sufrido por aquellos años. Once años más transcurrieron en estos debates, sin que, mientras tanto, nadie hiciera nada por la conservación y el mantenimiento del bello edificio. En 1861, el Ayuntamiento seguía insistiendo en la cesión de la propiedad.
En 1869, se anunció la venta en pública subasta del edificio, habiéndose vendido ya los terrenos circundantes. Sin embargo, no se presentaron licitadores, ni a ésta ni a la siguiente subasta, convocada el mismo año. Entonces, el médico y diputado provincial, don Antonio Luna García consiguió que la Diputación acordara presentar al Gobernador un expediente de excepción de la venta del monasterio de San Jerónimo para destinarlo a hospital de dementes. Pero no dio mejores frutos. En palabras de Ramírez de Arellano “se hizo formar un expediente que después abandonaron, cuando tan conveniente era la idea, tanto para los infelices dementes como para los intereses de Córdoba, donde se hubieran reunido todos los de Andalucía, alcanzando, sin duda, mejores resultados que el que produce el llevarlos a Cataluña…”
No se conocen las razones por las que se abandonó el proyecto de instalar en San Jerónimo el hospital de dementes. Finalmente se anunció una nueva subasta pública en 1871, en la que la Junta Superior de Bienes Nacionales adjudicó el edificio a la Marquesa viuda de Guadalcázar, que era ya propietaria de los terrenos circundantes. Sus nuevos propietarios, sin embargo, no mostraron ningún interés en paliar el estado de ruina del edificio, hasta que en 1912 fue adquirido por el Marqués del Mérito, a cuyos esfuerzos y los de sus descendientes, incluida la actual propietaria, hemos de agradecer el que todavía hoy subsista parte del esplendor de esta extraordinaria obra.
Galería
Bibliografía
- GRACIA BOIX, Rafael, El Real Monasterio de San Jerónimo de Valparaíso en Córdoba. Córdoba, 1973.
- GUZMAN REINA, Antonio.Córdoba en el viaje de Cosme de Medici. Córdoba, 1950.
- JORDANO BARBUDO, Mª Angeles. Arquitectura Medieval Cristiana en Córdoba. Córdoba, 1996.
- NIETO CUMPLIDO, Manuel. San Jerónimo de Valparaíso. Córdoba, 2012.
- RAMIREZ DE ARELLANO, Teodomiro. Paseos por Córdoba. Córdoba, 1873.
Autor: Alberto Rubio